Yo le pago para que me escuche

Cuando me preguntan sobre mi trabajo y respondo que soy psicoterapeuta, las personas casi siempre reaccionan en dos tiempos. La primera reacción es de sincera compasión: “¿Y te pasas todo el día escuchando a la gente?” Pregunta sincera a la que, por el tono en el que se expresa, de seguro habría que anteponer un “Pobrecito…”, no siempre dicho pero estoy seguro que siempre pensado. Luego, después de una breve pausa y mientras van tomando consciencia de la situación (y con el signo de dólar dibujado en los dos ojos) viene la segunda reacción: “¿Y la gente te paga por eso?“. No es algo que lo haya comentado con mis amigos psicoterapeutas, pero estoy seguro que a todos les sucede algo similar.

Supongo que en una sociedad donde la gente se dedica a ver y a hablar (y ahora que está de moda “la nueva cocina peruana”, también a saborear), que exista alguien que se dedique a escuchar debe ser algo así como cruzarse con un extraterrestre. Claro que peor sería que fuera filósofo y dijera que me dedico a pensar (cosa que también hacemos los psicoanalistas, por si acaso). Bueno, eso ya sería como encontrarse con el eslabón perdido.

En fin, lo cierto es que parte muy importante de mi trabajo es escuchar. No todo es escuchar, pero quizá la mayor parte lo es. Alguna vez podremos comentar sobre esas otras cosas que también son parte de esta chamba. Como seguía diciendo, a pesar de que gran parte de mi trabajo es escuchar, algunos pacientes nos lo hacen recordar de vez en cuando, y algunos de una manera muy particular, como me sucedió una noche que atendía a uno cuya terapia, por indicaciones técnicas, funcionaba mejor con él echado en el diván que sentado en el sillón que está frente al mío.

Como adelanté, era de noche y era verano. Mi consultorio es una especie de cabaña muy simpática y acogedora que da a un jardín dentro del mismo condominio en el que vivo. Digo esto porque durante la época de verano es fácil entender el por qué aparecen, de vez en cuando, algunos bichos atraídos desde el jardín por la luz del interior.

Estábamos por la mitad de la sesión cuando, en silencio, me percato que una cucaracha se había metido al consultorio. No tengo temor a tales bichos pero no podía saber cómo reaccionaría mi paciente. Concentrado en la narración del paciente, perdí de vista al insecto por unos minutos. Debo describir la escena para que se pueda entender lo que siguió: él echado en el diván y yo sentado en mi sillón detrás de él; él concentrado en contarme un sueño de alto contenido sexual y yo escuchando pero a la vez preguntándome a dónde habría ido a parar la cucaracha.

Como no la vi más me despreocupé y me dediqué a hacer lo que me tocaba hacer de mi trabajo, es decir, a escuchar. Pasados unos minutos me percato que la bendita cucaracha se había subido al diván y me saludaba con sus antenas desde la cabecera del mismo, exactamente al lado de la oreja de mi paciente, quien, concentrado en sus narraciones, no se había percatado de la situación.

Díganme… ¿qué se hace en esta situación? ¿aviso al paciente o me acerco a arrimar el bicho con la mano antes que empiece a susurrarle al oído? Como en la formación como terapeuta no te indican qué hacer en estos casos y seguro de estar abriendo camino en la teoría de la técnica psicoanalítica, yo escogí hacer una combinación de ambas cosas:

― “Disculpa pero hay un bicho al lado de tu oreja, dame un momento para retirarlo” - dije mientras me paraba para proceder a retirar la cucaracha con la mano.

El paciente volteó la cabeza justo un poco antes de que lograra desaparecer la cucaracha de su costado y nadie me va a quitar de la cabeza que ambos se saludaron. La cosa es que mientras me paraba y lograba despejar de la cabecera la presencia del bicho, mi paciente exclamaba levantando la voz:

― “¡Doctor! A Ud. le pago para que me escuche, no para que esté distrayéndose con animalitos. Por favor, déjelo en paz y siga escuchándome”.

Debía dedicarme a escuchar para despejar los otros bichos: aquellos que vivían dentro de la cabeza de mi paciente y que él, desde su dolor, quería espantar con mi ayuda. Como él mismo me lo recordaba, para eso me pagaba. Caballero, zapatero a tus zapatos.

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